miércoles, 22 de enero de 2014

Ojalá la lluvia sonara más fuerte.

Siempre me he considerado un tipo extraño. Como si tuviera un "superpoder" para olvidar las cosas casi al segundo de que hayan sucedido. Es cierto, tal vez esté exagerando. No las olvido, pero me he dado cuenta a lo largo de los años, de que mi mente almacena los instantes de una manera distinta a la del resto de personas; Yo no recuerdo los colores de las casas, la colocación de las prendas de los escaparates o las caras felices de los transeúntes... cuando quiero adentrarme en un momento del pasado tengo que reinventarlo. Sí, ciertamente recuerdo las sensaciones:  mis manos sudorosas, mi alegría, mi tristeza... pero nada más. Técnicamente esto se resume en tres palabras: PÉSIMA MEMORIA VISUAL. 
Pero, en noches como esta, grises, de cielo encapotado, la lluvia trae consigo recuerdos (más bien sensaciones) que me erizan el vello y me hacen sonreír. 

Es curioso... cuando era un niño, todos mis amigos huían de la lluvia, de los truenos y las tormentas. Pero yo... ¡Oh Dios mío! ¡Yo las adoraba! Me relajaban, me hacían sentir feliz conmigo mismo. Metía mi cuerpecito bajo las sábanas y jugaba con un par de viejos muñecos. Allí, con la lluvia cayendo tras el cristal, sucedía todo cuanto yo quisiera, por una noche cualquier cosa era posible. Jugaba despreocupado hasta que, finalmente, mis ojos se cerraban sin remedio. 

Han pasado ya unos cuantos años, y tal vez sea por los millones de viajes que hice con mi padre en aquel coche gris, pero sentir la lluvia golpeando en el cristal de mi seat, me hace sentir nostálgico.
El limpiaparabrisas arrastra las gotas, del mismo modo que tantas otras veces mi mente arrastra mis recuerdos. Pero hoy, con los calcetines tan mojados como los de un chiquillo que chapotea en cada charco, dormiré plácidamente. De nuevo será mi cama la que se haga cómplice de mis felices sueños. Sueños de la infancia, de una niñez dulce casi olvidada. Sueños que me transporten de nuevo a la ilusión de tener un anillo mágico que todo lo pueda. Sueños que, al amanecer, no se evaporen con el sol. 

Ojalá la lluvia sonara más fuerte. Para cerrar los ojos y que fuera lo único que mis oídos percibieran. Para que fuéramos uno durante esta noche y entonces ella velaría mis sueños como ya lo ha hecho tantas otras veces.
Ojalá la lluvia sonara más fuerte.

sábado, 18 de enero de 2014

El cambio II.

                                                             CAPÍTULO II

A primera hora llegó la enfermera. Le pinchó en la barriga, dedicándole al tiempo un par de palabras amables. Cuando terminó le hizo respirar durante unos minutos por una mascarilla. Y se fue.
Él trató de zafarse de tan molesto aparato. Angustiado, perdido. Yo procuré tranquilizarle, aunque no obtuve resultados hasta pasado un largo rato.
El resto de la mañana pasó sin demasiado que contar. El tiempo se esfumaba mientras la tarjeta de la televisión se consumía. Noté que las pastillas empezaron a hacer efecto sobre mi padre cuando le oí roncar. Los fuertes tranquilizantes que le daban le mantuvieron sedado prácticamente todo el día.
Se acercaba la hora de comer cuando sus ojos se cruzaron con los míos. Me preguntó casi en un susurro si no tenía clase. Aquellas palabras me estremecieron. Recordé con total claridad el fatídico día. Era como viajar en el tiempo. De nuevo estaba en mi casa, corriendo vivaz de un lado a otro. Mi padre, sentado en una silla en la cocina, volvía a preguntarme si comería en casa. Sonriente le dije que sí. Contemplé en su profunda mirada la desolación del que sabe que algo va mal. Me miró y repitió su pregunta como si desconociera la respuesta. Quise no darle importancia, pero sabía que la tenía. Pasado un minuto formuló por tercera vez la disyuntiva.
Le pregunté, aparentando normalidad, si le sucedía algo.
-Hija, me quiero morir.-Me dijo mirándome a los ojos.- No sé para qué estoy viviendo.
La necesidad imperiosa de llorar azotó sin compasión cada centímetro de mi cuerpo. Aún no podría explicar cómo, pero conseguí controlarlo. Sustituí el amargo llanto por una sonrisa burlona.
-¡Anda ya!-Le contesté casi riendo.-Estás aquí para hacerme compañía. ¿Qué haría yo sin ti? ¡Aburrirme!
Me acerqué entonces y le besé con dulzura. Él no tuvo fuerzas ni para devolverme el gesto.
Salí de la cocina como si el suelo me quemara los pies. Sentada en una silla, alejada de él, lloré por un instante. El miedo saturó mi cerebro, lo carcomió como si se tratase de miles de termitas. Mi sangre, helada, quiso dejar de regar mi cuerpo. Me levanté. No quería dejarle solo. Y nuevamente a su lado procuré ayudarle en todo, siendo consciente de que algo le había robado las fuerzas.
Volví  a la habitación de hospital en la que estaba mi padre. Recordé que me había preguntado si podría quedarme con él.
-No tengo clase hoy, me quedo contigo. ¿O prefieres que me vaya?-Le dije con el mismo tono burlón que había utilizado aquel día en mi cocina.
-Claro que no, hija. Pero no faltes a la universidad por mí.-Añadió él.
Noté en su voz que se esforzaba por complacerme. Por mantener, muy de vez en cuando, alguna conversación conmigo.  Se quedaba dormido cada cierto tiempo, y cuando abría los ojos me sonreía sin demasiado empeño.
Trajeron a la habitación otra bandeja idéntica a la de la noche anterior. Esta vez la comida era distinta, pero seguía siendo igual de insípida. Le ayudé a comerse lo poco que quiso. Después, recogí los restos y lo dejé en la misma mesita con ruedas.
Sumergida de pleno en aquella inmensidad anodina oí de fondo cómo picaban a la puerta. Entró sin esperar respuesta mi madre. Llegaba del trabajo y aunque sólo disponía de una hora antes de tener que volver a la oficina, quería ver cómo evolucionaba su marido. Le acarició mientras él dormía. Y allí, tratando de hacerme más llevadera la mañana, se pasó casi la hora entera charlando de cualquier cosa conmigo. Se despidió de nosotros prometiendo volver por la tarde. Me dejó en el sofá los mismos crucigramas que ella rellenó la noche anterior y se fue.
Las siguientes horas las pasé pensando en mi madre. En cómo nuestra vida había cambiado. En su fortaleza. Lo cierto es que estaba destrozaba. Tenía el mismo miedo que yo, y su situación era mucho más complicada que la mía.
En casa la vida no era mucho más amena. Pasábamos algunos ratos juntas, pero por mucho que lo intentásemos no conseguíamos alejar nuestras mentes del hospital. Vivíamos a medio gas entre ambos lugares.
De nuevo por la noche se repetía la misma historia. Aunque mi progenitor pertenecía cada vez más al mundo onírico.
Pasaron así diez largos días con sus diez terribles noches. En todas ellas abundaron la medicación, los tranquilizantes y las bandejas grises. Y mientras nosotras esperábamos que un día mi padre se levantase recuperado, él pasaba los días tumbado más lejos de aquel lugar de lo que muchos imaginábamos. 

jueves, 16 de enero de 2014

"Autodescripción".

Me gusta la ropa. Me gusta verla toda revuelta, formando una pila inmensa de cientos de colores. Siempre hay más prendas en el suelo de mi cuarto que en el propio armario.
Me muerdo las uñas. En particular, y de un tiempo a esta parte, las del dedo corazón de la mano izquierda. Lo sé, no tiene sentido. Pero encuentro sumo placer en despedazarla, oír el rotundo ¡CRASH! que hace entre mis dientes. Después juego, meticulosamente, a despellejarme el resto del dedo. Y, eso sí, una vez que empiezo ya no paro.
Adoro chupar la tinta de los subrayadores. Siempre sentí curiosidad por experimentar el sabor de los colores. Eso es sin duda, lo más cerca que he estado de lograrlo.
No soporto que la gente arrastre los pies. Pero según el día, yo misma dejo que no se levanten del suelo.
Me ponen nerviosa millones de millones de millones de cosas. Detalles insignificantes, nimios, que no obedecen a ninguna lógica.
Amo, por encima de todas las cosas, a mi infinito desorden. En el fondo de la pila de cosas que vive sobre mi escritorio, suelo encontrar cosas olvidadas, tesoros al fin y al cabo.
Del mismo modo que lo amo, lo odio hasta límites insospechados. Una vez cada cierto tiempo, (una al año no hace daño), me agobia verlo todo tirado. Me pongo a recoger, pero en ese mismo instante ¡Oh, sorpresa! ya no me estresa en absoluto.
En efecto, también soy un poco vaga.

Te habrás dado cuenta, querido lector, a lo largo de este texto, del sinfín de rarezas que hay en mí. Y debo decir a mi favor que me estoy REINVENTANDO. Reinvento la forma de ser desordenada, caótica y maniática. Mejor dicho, reinvento la manera de aceptarlo y saber que es gracias a ello por lo que soy como soy: Un torbellino desastroso.

La noche.

El humo aún no se ha disipado. El cigarro parece disfrutar agonizando. El intenso olor a tabaco lo ocupa todo.
Los ronquidos de ella, a lo lejos, se confunden con el llanto de un vagabundo.
La relativa tranquilidad vuelve a cubrirlo todo, como cada noche. Cuando los rayos del Sol se entremezclen con su pelo, volverán el tedio y los gruñidos.
Palpita en mi pecho un quizás hondo, un quizás ficticio. Enmarañadas las palabras dando vueltas por mi mente.
Tristes las baldosas que chirrían pesarosas.
De nuevo sus ronquidos. Ahora parecen gruñidos de alimaña. Aprecio el tic tac del reloj de cuco.
Ya son las tres. La madrugada siempre me arropa con su manto. Parece mentira que, siendo mi amiga, se ría burlona de tan aciago insomnio.
Cierro los ojos. Saboreo la menta de mi pasta de dientes.
Tabaco, ronquidos. Eso es todo.

El cambio.

                                                         CAPÍTULO I


Titilaba, a lo lejos, un triste alcornoque. El aire movía sus hojas y chocaba con vigor contra las ventanas de aquel gris hospital.
Siempre me había preguntado, al pasar junto al aparcamiento de cualquier clínica, qué tipo de patología sufrirían los propietarios de los cientos de automóviles que dormían impacientes sobre el asfalto.
Las ventanas lucían. Como gritándole al mundo las historias de sus fugaces ocupantes. Y mientras tanto, al otro lado de la carretera, los coches pasaban impasibles, veloces. Obviando tan evidente llamada.
Yacía sobre una cama gélida mi padre. Sentada junto a él, mi madre. Ambos parecían alejados del mundo que les rodeaba. Habían creado, sin darse cuenta, un universo paralelo. Por desgracia, el suyo estaba cargado de tristeza.
Los ojos de mi padre lloraban sin lágrimas. Miraban al infinito, como si quisieran volar mucho más lejos de lo que su ajado cuerpo podía permitirse. Los médicos aseguraban que era imposible que mi progenitor recordase en unos meses, todo lo que estaba sucediendo. La idea, por supuesto, me horrorizaba. Temblé durante unos segundos al oír a mi madre susurrar tan mala noticia. Lo hice aún más, al comprobar que aquel nuevo hombre, tumbado sobre la cama, conseguía con pasmosa facilidad hacer caso omiso a todo cuanto sucedía en la habitación.
Era la primera noche que iba a visitarle. Oscurecía pronto, demasiado para mi gusto, y las horas en que la luz del sol se negaba a iluminarnos se prolongaban tanto que resultaba angustioso.
La bandeja de la cena reposaba sobre la mesita con ruedas que había justo a la diestra de la cama. Era gris, como todo en aquella prisión curativa. Sonreí con desdén cuando leí, escrito a mano sobre el papel con el menú, el nombre de mi padre. Quise pensar que este detalle era un intento por humanizar más el duro trance. Lo cierto es que estaba segura de que no era sino una manera de distinguir a qué habitación debían llevar aquella montaña de comida insípida.
Por suerte no había compañero. La verdad es que prefería vivir la enfermedad de mi padre de una manera íntima y personal. No quería intrusos que pudieran robarme tan trágico recuerdo.
Les miré. Ella hacía crucigramas. Él miraba sin demasiado interés un programa de la televisión. Me senté de manera sigilosa frente a ellos, en aquel incómodo sofá. Les contemplé durante unos segundos, aceptando la abismal caída. Supe entonces que sería la primera noche de muchas.
Reí, reí todo lo alto que pude, de una forma tal vez forzada. Tratando de irrumpir por un instante en los pensamientos de mis progenitores. -¡NO ESTÁIS SOLOS! gritaban mis carcajadas. Y de alguna manera, ambos supieron comprenderlo.