
La luz de su alma se apagaba lentamente, parecía como si el hilo de la vida estuviera a punto de cortarse. Estaba allí, sentado como cada domingo en la esquina del primer banco, y tres asientos más allá había una niña rubita, de unos tres años que bailaba al compás de la música con la vitalidad del que tiene toda una vida por delante.
Aquel hombre añejo permanecía postrado en una silla de ruedas desde hacía demasiado tiempo y tenía en las rajas de sus manos escrita la historia del que sufre. Sus ojos transmitían fuerza, vivacidad y esperanza aunque su cuerpo hubiera dejado de seguir el acelerado ritmo del mundo. Parecía no poder hacer nada más que respirar y padecer lo que le quedara de esta vida. Habían agujereado su tráquea, seguramente con la finalidad de facilitar su respiración, y no tenía mucho más que aquel metálico aparato al que estaba atado desde la operación. Sus zapatillas verdes de un tono más oscuro que el lluvioso día de invierno en el que se encontraba, hacían juego con la manta que le cubría las piernas, y aunque cada domingo se dormía escuchando las canciones y las charlas que ya poco podían importarle, esa mañana fue diferente. Era cierto que carecía de fuerza física, pero al ver aquella niñita juguetear en los brazos de su madre, con el cabello rubio, y una sonrisa que podía iluminar el mundo entero, sacó el valor necesario y le tomó la mano. Acercó su joven cuerpo al suyo y con cautela besó su frente. Parecía estar dándole con ese gesto la fuerza que necesitaría en su caminar, la esperanza justa para vivir, y la confianza precisa para dar cada paso con firmeza. Llamaba la atención el contraste de la ternura de la piel de aquella niña con las marcadas arrugas de él. Pero algo en ellos era igual... ambos tenían la esperanza más grande que jamás hubieran visto. Y aunque la vida desgastada de ese hombre se marchitara poco a poco, siempre formaría parte de la que aún tenía que estrenar aquella niña.