
-Es una niña.-Dijo el médico.
Y el silencio se hizo aún más rudo e incómodo. En aquel país era complicada la supervivencia. La dolorida madre miró a su izquierda, y vió a su marido que contemplaba un punto en la inmensidad con cara de desaprobación. Situó esta vez sus ojos a la derecha, y contempló la desencajada cara de la comadrona. Le llegó el olor a putrefacción, recordó su infancia, y no quiso aquella vida para su hija.
-Que le den la flor de la muerte.-Pronunció por primera y última vez después del parto.
Y esa fue la última imagen que pudo ver de su hija. Aquella piel morena, esos ojos de un negro intenso, casi azabache, y el gesto inocente del que no se preocupa por nada.
A lo lejos, simplemente pudo oir un llanto profundamente doloroso. Y poco después le comunicaron que había muerto.
-El veneno es rápido e implacable. Sufrió pero es mejor así.
Y con aquellas palabras todo terminó. Sólo quedaba esperar la llegada de un niño.
La mayor dureza que puede representar recae en el hecho de que podemos encontrarlo en la realidad que vivimos
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