viernes, 24 de diciembre de 2010

El asesino de la rosa.


Sus ojos azul cielo iluminaban la ciudad con mayor intensidad que el mismo sol. Su pelo, de un tono similar al trigo, podría alimentar sólo con su olor a cualquiera.
La oscura mañana londinense aportaba a su rostro un tanto de misterio, y una pizca de rudeza. Las aceras mojadas parecían infinitas, y en el aire se respiraba un inegable aroma a muerte y desesperación.
El misterioso hombre, tapado con una gabardina negra y un sombrero, se fundió con la oscuridad, como diluyéndose entre el agua.
Horas más tarde un grito seco e intenso como ninguno interrumpió la paz de la ciudad. Junto a la fuente, tendida sobre el suelo, una mujer totalmente desnuda y con una rosa roja en la boca. La sangre oxidada adornaba su cuerpo, y aquella melena larga y rizada, de un tono anaranjado, la hacía realmente hermosa. La gente, espectante, jugaba temerosa a adivinar quién podría haber cometido semejante crimen. Pero la falta de pruebas hizo imposible encontrar un culpable.

El reloj marcaba las 00:00 y los vecinos de los barrios más lúgubres de la cuidad, temían que "el asesino de la rosa" atacara nuevamente en la oscuridad de la noche.
Pasaron dos meses hasta que una nueva víctima apareció en las calles. Esta vez colgada de un árbol, desnuda y con la rosa roja prendida en el pelo. Se trataba de la hija de la panadera, bella a la par que pobre y miserable. El caso fue cobrando popularidad, hasta el punto de que en todo Londres se hablaba de aquel sanguinario hombre que mataba sin piedad, dejando sobre sus víctimas un último regalo: una rosa roja.
-No cabe duda- dijo el pescadero.- El olor a putrefacción cubre todas las calles. En cualquier momento, en cualquier lugar, alguien caerá nuevamente.
Y los debates fueron intensos y muy variados. Hasta aquella noche, cuando las pisadas de un hombre esbelto, de mirada profunda y gran misterio, se mezclaron sigilosamente entre las del resto de la gente. Seguía con cautela a una chica refinada, blanca como la nieve, que movía las caderas al son de una melodía imaginaria. Cada paso se acercaba más. Incluso podía oler aquel aroma tan intenso que desprendía su pelo. El deseo de llevar a cabo sus intenciones aumentaba más y más a cada instante, hasta inyectar sus ojos de una penetrante ira. Una vez hubo llegado a una calle vacía la agarró por la cintura acercando sensualmente los labios a su cuello, y tras amordazarla y contemplarla lentamente se divirtió jugando a atemorizarla. Le pasó un afilado cuchillo por su tersa pierna, rajando parte de su piel, después escribió en su espalda un extraño mensaje y cuando aquel juego comenzó a aburrirle clavó sin más dilación su arma en el pecho de la joven. Sacó en ese momento una rosa realmente hermosa de su gabardina, y la depositó sobre su pecho con ternura escapándose nuevamente con paso firme y altanero. Los ojos de la joven miraban al firmamento como si tratasen de escaparse junto con su alma, procurando no haber presenciado aquel terrible acontecimiento.
El estrecho sentimiento de angustia, era igual en todos los habitantes de la cuidad, y el temor embriagaba a las más jóvenes.
Pasaron meses, incluso años, y el número de víctimas continuó creciendo como si el asesino cobrara algún tipo de venganza con la sangre de la gente. No fueron pocas las personas a las que asesinó, llegó el punto en el que su coraje y su falta de escrúpulos se convirtieron en una leyenda conocida por todo el mundo. Lo cual incremento el pánico.
Ninguna de las medidas que había tomado el alcalda estaba resultando efectiva, y viendo la decadencia del pueblo una mañana apareció colgado en su despacho. No se despidió de nadie, pero todos supusieron que no hacían falta más palabras. El luto por cada joven se unió al intenso dolor por la muerte del alcalde.
Las familias comenzaron a marcharse. Dejaron sus casas tal y como estaban, y sin nada en el bolsillo huyeron de la amenaza que rondaba por la cuidad londinense. Reinaron durante años el desasosiego y la angustia.
Una vez hubo llegado la calma, encontrándose las calles prácticamente vacías, un hombre de unos 40 años, rubio y de ojos azules, se internó en el bosqué una mañana, tranquilo, como si nada le preocupara. Se colocó una rosa roja en el cuello de la camisa, dejó caer junto a sus brazos una nota y simplemente se limitó a morir. Respirando el aire gélido de aquel bosque dejó que se lo comieran las fieras, sintiendo con cada bocado el dolor de cada vida apagada en sus brazos.
Esa misma tarde encontraron con el cuerpo la ilusión de aquellas jóvenes, y reinando la paz en Londres todos volvieron a ocupar sus casas. Pues con el cuerpo del despiadado hombre se enterraba el dolor de todos y cada uno de los habitantes de la cuidad. Pero, eso sí, nadie supo nunca nada más sobre la identidad del "asesino de la rosa".