lunes, 5 de noviembre de 2012

Inspiración.



Llevo meses pidiéndole a mi corazón que vomite palabras. Palabras alegres que sin duda no me da. Motivos sobran para dibujar una firme sonrisa. Pero yo, necia y obstinada, declaro guerra al mundo, sin razón alguna, pero con todas.

Me siento como un pececillo perdido que nada a contracorriente. No huye, solo nada. He sido tantas veces fiero león que muerde a su inmóvil presa, que este juego empieza a no gustarme. Tengo las uñas cortas, desgastadas. La voz ronca y el corazón cansado. Sentada en el filo del alba pido al cielo que un león más joven me reemplace. Pero ninguno se atreve a retarme. Las nubes en el cielo juegan a distraerme formando inverosímiles figuras sobre mi cabeza. Ahí va un unicornio, allá un marciano. Y mientras tanto la hierva crece bajo mis pezuñas.

Mis ojos están acostumbrados a ofenderte. Mis manos no saben pedir perdón. Pero mi alma siente terrible dolor cuando te marchas. Estos dos inútiles labios un día supieron apaciguar corazones, hoy sólo aciertan a romperlos. En verdad el mío está pegado por todas partes. Si hago historial seguro que algún pedazo se ha perdido en el camino. Pero eso poco importa. Las heridas cicatrizan, y aunque el dolor permanece, una aprende a hacerse el fuerte y a llorar en la más triste y lúgubre soledad.

No, no me siento sola.

La música aturde mi cerebro. Me he vuelto tan insensible que casi no puedo distinguir las notas.

Siempre me he preguntado por qué cuando quiero un café me traes sal. Levántate tú, decías. Y así lo hacía. Supongo que se trataba de un juego. Nunca me divirtió. Es una virtud saber dar lo que cada uno necesita en el momento adecuado. Sin duda carezco de ese don. No se puede tener todo. Hoy soy yo la que te trae azúcar cuando pides sal, sal cuando pides dulce.

Ya lo decía al principio... Necia y obstinada. ¿Podría haber encontrado dos palabras que me definieran mejor? No lo creo, esas brotaron de mí como flor en primavera. Marchita tal vez, pero flor al fin y al cabo.

Se que tus ojos lloran sin dejar brotar lágrima alguna cada vez que me miran. Me has visto morir, y conmigo se descompone también la alegría y la frescura de lo nuestro. Lo siento cariño, la agonía está siendo tan lenta y dolorosa que juro que abrasa mi alma. Aunque tal vez ahora que acabamos de pasar la noche de los difuntos, sea posible resucitar.

Nunca he perdido la esperanza. Es cierto que en ocasiones ha estado tan cubierta de carbón y escarcha que parece imposible acceder a ella. Este es uno de esos momentos.

Esperanza. Va conmigo. O eso creo. Pero guardamos las distancias. Yo no le caigo bien, ella a mí tampoco. Cada vez que nos vemos las caras ella huye, yo la olvido. Podría decirse que somos dos amantes dolidos que, para no hacerse más daño, se despiden al amanecer simulando decir un "hasta nunca", diciendo en cambio un "ojalá".


Soy el helado invierno cerrado a la primavera. Sabiendo que tarde o temprano, el calor derretirá mi escarcha y otra vez seré río fluyendo vigoroso rumbo al mar.

Olivier.



-No es la muerte lo peor. Yo no le temo a la Parca. No me sobrecoge poder oír con total claridad las súplicas del que se encuentra frente a frente con su trágico final. En cambio con cada cuerpo descomponiéndose al contacto con el aire, brota fuerte y hermoso otro amanecer. Sí, sin duda eso me alarma más que el propio fin; Saber a ciencia cierta que el mundo jamás se detiene. Que la vida, siendo un simple soplo de aire fresco, vicia y quema al mismo tiempo a quien, pudiendo contemplarla de cerca, debe decir adiós.-Dijo una voz suave y dulce, impasiva y venenosa al mismo tiempo.

Nadie supo qué contestar a tan rotunda afirmación.

El cadáver aún parecía palpitar en medio de la sala. Sangre esparcida por el suelo contrastando con la suma palidez del cuerpo. Había muerto con un marcado gesto; las manos abiertas como tratando de defenderse, boca y ojos casi saliéndose del propio rostro.

Durante un instante pareció que el inmóvil cuerpo quiso ponerse en pie y suplicar clemencia. Como si las palabras que aún resonaban en los cerebros de los presentes, hubieran mellado en su muerto corazón.

Se oyeron justo entonces las campanas de la catedral doblando en duelo. Nadie podía creerse semejante desgracia: Un hombre tan joven, querido por todos... yacía en esos momentos en el gélido suelo de su salón.

Horas más tardes trasladaron por última vez el cuerpo. Lo habían amortajado sin demasiada delicadez. Entre sus manos dos rosas rojas. Los ojos y la boca... al fin cerrados. Para que nadie se preguntase jamás cuales habrían sido las últimas palabras del bueno de Olivier. Frente a la tumba abierta para acoger las palabras de despedida de los vecinos, todo el pueblo de luto, todos llorando.
Y aunque el joven tuvo tan magna despedida, no tardó el pueblo en olvidarle ni diez días. En París se oían de nuevo las dicharacheras voces que habían colmado hasta entonces de felicidad sus calles.

-¡Espinacas, acelgas, zanahorias y tomates! ¡Los más baratos, oigan! ¡Frescos, de primera calidad!-Gritaba la dueña de un puesto en la plaza.

-¡Flores, las más hermosas! ¡Rosas, claveles, magnolias, peonías!-Añadía la siguiente tratando de alzar más la voz.

Notre Damme, altanera y despiadada, aún se erguía sobre el suelo de la capital francesa.