domingo, 28 de julio de 2013

Él.


Él rozó mis labios. Hizo brotar de mis entrañas altos cipreses evocadores de la muerte, dulces jazmines, de penetrante olor.
Él tiñó de carmín mi pétrea boca. Vomitó su sangre para hacer latir mi corazón.

Yo, encorvada y arrugada, le vi llegar desde lejos.  Quise erguirme mas, no pude. Y recostada sobre el gélido, vano y despiadado pecho de la muerte, esperé sentir, por última vez, sus labios. 

Él rozó mis labios. Tocó con las puntas de sus dedos aquel corazón marchito que, desde hacía ya demasiados años, ocupaba un hueco inútil en mi pecho. 
Yo, encorvada y arrugada, le vi llegar desde lejos.  Quise erguirme mas, no pude. Y recostada sobre el gélido, vano y despiadado pecho de la muerte, esperé sentir, por última vez, sus labios. 

Noté en ese momento el calor de sus ojos escupiendo fuego. Me hablaban sus pupilas, suplicando al cielo un minuto de silencio. En la pulcritud del eterno susurro del viento dejó nadar, sin demasiado esmero, palabras inaudibles que pronto germinaron en mí. Cuando quise volar, fundirme con el cielo, los habitantes del mundo vieron, al fin, el maravilloso jardín botánico que poblaba mi alma.