domingo, 20 de abril de 2014

Juncos vacíos.

Que tus dedos son juncos vacíos, por ellos se escurre el aire. Que mi alma es como un lago desierto, donde no hay ranas que croen ni pájaros que canten.

Me pesa la piel sobre el suelo. Como si ardieran centelleantes hogueras bajo un tumulto de cuerpos sin vida.

¡Recuerda que me he marchado! Grito, y todo carece de sentido. Miro tus ojos sangrando palabras putrefactas.
Mis labios se han cansado del sabor a gasolina. Quiero arrancar. Arrancar las espinas opacas que he clavado en mis pezones. Palpitante corazón cristalizado. Piernas paralizadas que corren más rápido que yo.
Que vuele mi cabeza tan lejos como pueda. Que se olvide de volver. Siempre se me dio mejor bailar bajo la lluvia. Solitaria, tierna y obstinada. Como un borracho que duerme en un banco junto a su perro pulgoso. Sí, eso soy yo, un perro pulgoso. Pues bien, jugaré con mis parásitos. Ellos me hacen compañía. Es mejor que tus silencios, que tus vacíos susurros, huecos de tanto esforzarte por llenarlos de sentido. No habrá telón que cubra los defectos de esta obra. Todo es a cara descubierta. Los puñales atraviesan la carne del público. Me gusta que su sangre me salpique.

Que arda ese fuego que tanto temo. Que se convierta en una parte de mí tan imprescindible como el aire que respiro. Que se fundan los metales de mis sueños.

Que mis dedos son hojas secas, que flotando se escurren por el río. Que tu alma es un espejo empañado. Lágrimas del ave fénix, que tras morir pronto renacen.


miércoles, 5 de marzo de 2014

Me quiero evaporar.

Me quiero evaporar. Dejar de sucumbir en las corrientes marinas que me llevan a tus infinitas caderas. Ser por fin, en esta noche y para siempre, el vaho con el que juegan los enamorados dibujando imperfectos corazones en algún cristal.

Quiero ser la eternidad de una cascada, corriendo, tal vez huyendo, de un presente que le abrasa el alma o de un pasado que nunca más será.

Comenzar un viaje sin destino. Poniendo un pie sobre el otro, pues así empecé a caminar. Cayendo, que uno no aprende a levantarse hasta que da con la frente en el árido suelo. Recordando, pues soy mi ayer tanto como cada glóbulo rojo, como mis ojos grises, como mi alma negra.

Ser un poco catastrófica, leer mis sonrisas encriptadas en cristales mugrientos. Pasar un paño, olvidar el dolor. Hacer con las pieles muertas un abrigo que me cubra del frío de mi propia ausencia. Escribir las palabras que conforman mi silencio. Encadenar a mi pequeño angelito, dejar que el diablillo sea quien guíe mis épicas batallas.

Saber que la sangre cubrió mi pútrido pecho. Nácar empapado de carmesí violento. Mirarte a los ojos, marchitos y perdidos en algún lugar desconocido. Reencontrarme con los miles de millones de cajas que guardé hace tantos milenios. Cajas repletas de valores olvidados, de ternuras distorsionadas, de desnudez embriagadora.

Ser la niña que juega en el columpio. Sentir vibrar en mi cráneo mis tajantes carcajadas. Soñar de esa manera tan pura. No creerme olvidada.
Jugar a descubrirme, a vestirme con el odioso traje de los domingos. A chocar mis zapatos mágicos, a encender una luz diminuta en el pasillo.
Inventar un jardín cubierto de flores. Cazar luciérnagas en él.
Enfrascar mis pensamientos en los tarros de la mermelada. Catalogarlos, pero no olvidarlos.

Volver a pisar los senderos prohibidos. Maldecir al invierno. Quererlo todo contigo, no querer nada. Cubrirme de gloria con mis abismales fracasos. Mirar al pozo sin fondo del abismo, ser parte de él. A veces es justo recrearse en las propias inmundicias.

Radicalizar mis ganas de estar viva. No dejar que mis manos me limiten. Decir con los párpados lo que mis labios no pronuncian. Gritar lo que un día partió mi pecho. Sollozar de alegría. Reconocer que las cosas pueden ir mejor. Saber que no te necesito, pero te quiero. Que respiro un aire contaminado por las malditas Parcas. Que son sus huesudas manos quienes decidirán mi destino. Y admitir que un día caeré, como cayeron otros tantos antes de mí. Pero querer hasta entonces agotar los recursos, sentir mariposas metamorfoseando en mis dedos. Utilizar sus capullos como armas arrojadizas.

Pelear. Que nadie merece el castigo del desprecio.

Edificar. Lejos del mar, que rompe con sus olas recuerdos de mi infancia. Cerca del desierto. Para que nazcan de mis ojos oasis inventados. Ser única entre infinitos granos de arena. Convertirme en un cactus para pinchar con mis púas al aire. Él tuvo la culpa.

Evaporarme. Para alejarme de lo que me hizo fuerte. Para poder contemplar el mundo desde una nueva perspectiva. Volar sobre las cabezas de todos aquellos que nunca supieron que existía. Y finalmente, mojar el rostro de los que me echarán de menos. Esa sería mi última caricia. Sutil y pura. Como un beso bajo la luz de la luna. Como pronunciar un adiós definitivo.

lunes, 10 de febrero de 2014

Vivir cerca del cielo.

Sería bueno vivir
cerca del cielo,
donde mi corazón
vuelva a latir.
Donde mis huesos
nunca más sientan
el frío de tu ausencia.

Sería bueno vivir
junto a las nubes,
donde tu aire y el mío
sean uno solo.
Para poder soñar
con el invierno,
con tus manos,
con tu amor.

Sería bueno vivir
cerca del cielo.
Porque allí
no son necesarias
las mentiras,
no se juzga el dolor,
no existe el miedo.

miércoles, 22 de enero de 2014

Ojalá la lluvia sonara más fuerte.

Siempre me he considerado un tipo extraño. Como si tuviera un "superpoder" para olvidar las cosas casi al segundo de que hayan sucedido. Es cierto, tal vez esté exagerando. No las olvido, pero me he dado cuenta a lo largo de los años, de que mi mente almacena los instantes de una manera distinta a la del resto de personas; Yo no recuerdo los colores de las casas, la colocación de las prendas de los escaparates o las caras felices de los transeúntes... cuando quiero adentrarme en un momento del pasado tengo que reinventarlo. Sí, ciertamente recuerdo las sensaciones:  mis manos sudorosas, mi alegría, mi tristeza... pero nada más. Técnicamente esto se resume en tres palabras: PÉSIMA MEMORIA VISUAL. 
Pero, en noches como esta, grises, de cielo encapotado, la lluvia trae consigo recuerdos (más bien sensaciones) que me erizan el vello y me hacen sonreír. 

Es curioso... cuando era un niño, todos mis amigos huían de la lluvia, de los truenos y las tormentas. Pero yo... ¡Oh Dios mío! ¡Yo las adoraba! Me relajaban, me hacían sentir feliz conmigo mismo. Metía mi cuerpecito bajo las sábanas y jugaba con un par de viejos muñecos. Allí, con la lluvia cayendo tras el cristal, sucedía todo cuanto yo quisiera, por una noche cualquier cosa era posible. Jugaba despreocupado hasta que, finalmente, mis ojos se cerraban sin remedio. 

Han pasado ya unos cuantos años, y tal vez sea por los millones de viajes que hice con mi padre en aquel coche gris, pero sentir la lluvia golpeando en el cristal de mi seat, me hace sentir nostálgico.
El limpiaparabrisas arrastra las gotas, del mismo modo que tantas otras veces mi mente arrastra mis recuerdos. Pero hoy, con los calcetines tan mojados como los de un chiquillo que chapotea en cada charco, dormiré plácidamente. De nuevo será mi cama la que se haga cómplice de mis felices sueños. Sueños de la infancia, de una niñez dulce casi olvidada. Sueños que me transporten de nuevo a la ilusión de tener un anillo mágico que todo lo pueda. Sueños que, al amanecer, no se evaporen con el sol. 

Ojalá la lluvia sonara más fuerte. Para cerrar los ojos y que fuera lo único que mis oídos percibieran. Para que fuéramos uno durante esta noche y entonces ella velaría mis sueños como ya lo ha hecho tantas otras veces.
Ojalá la lluvia sonara más fuerte.

sábado, 18 de enero de 2014

El cambio II.

                                                             CAPÍTULO II

A primera hora llegó la enfermera. Le pinchó en la barriga, dedicándole al tiempo un par de palabras amables. Cuando terminó le hizo respirar durante unos minutos por una mascarilla. Y se fue.
Él trató de zafarse de tan molesto aparato. Angustiado, perdido. Yo procuré tranquilizarle, aunque no obtuve resultados hasta pasado un largo rato.
El resto de la mañana pasó sin demasiado que contar. El tiempo se esfumaba mientras la tarjeta de la televisión se consumía. Noté que las pastillas empezaron a hacer efecto sobre mi padre cuando le oí roncar. Los fuertes tranquilizantes que le daban le mantuvieron sedado prácticamente todo el día.
Se acercaba la hora de comer cuando sus ojos se cruzaron con los míos. Me preguntó casi en un susurro si no tenía clase. Aquellas palabras me estremecieron. Recordé con total claridad el fatídico día. Era como viajar en el tiempo. De nuevo estaba en mi casa, corriendo vivaz de un lado a otro. Mi padre, sentado en una silla en la cocina, volvía a preguntarme si comería en casa. Sonriente le dije que sí. Contemplé en su profunda mirada la desolación del que sabe que algo va mal. Me miró y repitió su pregunta como si desconociera la respuesta. Quise no darle importancia, pero sabía que la tenía. Pasado un minuto formuló por tercera vez la disyuntiva.
Le pregunté, aparentando normalidad, si le sucedía algo.
-Hija, me quiero morir.-Me dijo mirándome a los ojos.- No sé para qué estoy viviendo.
La necesidad imperiosa de llorar azotó sin compasión cada centímetro de mi cuerpo. Aún no podría explicar cómo, pero conseguí controlarlo. Sustituí el amargo llanto por una sonrisa burlona.
-¡Anda ya!-Le contesté casi riendo.-Estás aquí para hacerme compañía. ¿Qué haría yo sin ti? ¡Aburrirme!
Me acerqué entonces y le besé con dulzura. Él no tuvo fuerzas ni para devolverme el gesto.
Salí de la cocina como si el suelo me quemara los pies. Sentada en una silla, alejada de él, lloré por un instante. El miedo saturó mi cerebro, lo carcomió como si se tratase de miles de termitas. Mi sangre, helada, quiso dejar de regar mi cuerpo. Me levanté. No quería dejarle solo. Y nuevamente a su lado procuré ayudarle en todo, siendo consciente de que algo le había robado las fuerzas.
Volví  a la habitación de hospital en la que estaba mi padre. Recordé que me había preguntado si podría quedarme con él.
-No tengo clase hoy, me quedo contigo. ¿O prefieres que me vaya?-Le dije con el mismo tono burlón que había utilizado aquel día en mi cocina.
-Claro que no, hija. Pero no faltes a la universidad por mí.-Añadió él.
Noté en su voz que se esforzaba por complacerme. Por mantener, muy de vez en cuando, alguna conversación conmigo.  Se quedaba dormido cada cierto tiempo, y cuando abría los ojos me sonreía sin demasiado empeño.
Trajeron a la habitación otra bandeja idéntica a la de la noche anterior. Esta vez la comida era distinta, pero seguía siendo igual de insípida. Le ayudé a comerse lo poco que quiso. Después, recogí los restos y lo dejé en la misma mesita con ruedas.
Sumergida de pleno en aquella inmensidad anodina oí de fondo cómo picaban a la puerta. Entró sin esperar respuesta mi madre. Llegaba del trabajo y aunque sólo disponía de una hora antes de tener que volver a la oficina, quería ver cómo evolucionaba su marido. Le acarició mientras él dormía. Y allí, tratando de hacerme más llevadera la mañana, se pasó casi la hora entera charlando de cualquier cosa conmigo. Se despidió de nosotros prometiendo volver por la tarde. Me dejó en el sofá los mismos crucigramas que ella rellenó la noche anterior y se fue.
Las siguientes horas las pasé pensando en mi madre. En cómo nuestra vida había cambiado. En su fortaleza. Lo cierto es que estaba destrozaba. Tenía el mismo miedo que yo, y su situación era mucho más complicada que la mía.
En casa la vida no era mucho más amena. Pasábamos algunos ratos juntas, pero por mucho que lo intentásemos no conseguíamos alejar nuestras mentes del hospital. Vivíamos a medio gas entre ambos lugares.
De nuevo por la noche se repetía la misma historia. Aunque mi progenitor pertenecía cada vez más al mundo onírico.
Pasaron así diez largos días con sus diez terribles noches. En todas ellas abundaron la medicación, los tranquilizantes y las bandejas grises. Y mientras nosotras esperábamos que un día mi padre se levantase recuperado, él pasaba los días tumbado más lejos de aquel lugar de lo que muchos imaginábamos. 

jueves, 16 de enero de 2014

"Autodescripción".

Me gusta la ropa. Me gusta verla toda revuelta, formando una pila inmensa de cientos de colores. Siempre hay más prendas en el suelo de mi cuarto que en el propio armario.
Me muerdo las uñas. En particular, y de un tiempo a esta parte, las del dedo corazón de la mano izquierda. Lo sé, no tiene sentido. Pero encuentro sumo placer en despedazarla, oír el rotundo ¡CRASH! que hace entre mis dientes. Después juego, meticulosamente, a despellejarme el resto del dedo. Y, eso sí, una vez que empiezo ya no paro.
Adoro chupar la tinta de los subrayadores. Siempre sentí curiosidad por experimentar el sabor de los colores. Eso es sin duda, lo más cerca que he estado de lograrlo.
No soporto que la gente arrastre los pies. Pero según el día, yo misma dejo que no se levanten del suelo.
Me ponen nerviosa millones de millones de millones de cosas. Detalles insignificantes, nimios, que no obedecen a ninguna lógica.
Amo, por encima de todas las cosas, a mi infinito desorden. En el fondo de la pila de cosas que vive sobre mi escritorio, suelo encontrar cosas olvidadas, tesoros al fin y al cabo.
Del mismo modo que lo amo, lo odio hasta límites insospechados. Una vez cada cierto tiempo, (una al año no hace daño), me agobia verlo todo tirado. Me pongo a recoger, pero en ese mismo instante ¡Oh, sorpresa! ya no me estresa en absoluto.
En efecto, también soy un poco vaga.

Te habrás dado cuenta, querido lector, a lo largo de este texto, del sinfín de rarezas que hay en mí. Y debo decir a mi favor que me estoy REINVENTANDO. Reinvento la forma de ser desordenada, caótica y maniática. Mejor dicho, reinvento la manera de aceptarlo y saber que es gracias a ello por lo que soy como soy: Un torbellino desastroso.

La noche.

El humo aún no se ha disipado. El cigarro parece disfrutar agonizando. El intenso olor a tabaco lo ocupa todo.
Los ronquidos de ella, a lo lejos, se confunden con el llanto de un vagabundo.
La relativa tranquilidad vuelve a cubrirlo todo, como cada noche. Cuando los rayos del Sol se entremezclen con su pelo, volverán el tedio y los gruñidos.
Palpita en mi pecho un quizás hondo, un quizás ficticio. Enmarañadas las palabras dando vueltas por mi mente.
Tristes las baldosas que chirrían pesarosas.
De nuevo sus ronquidos. Ahora parecen gruñidos de alimaña. Aprecio el tic tac del reloj de cuco.
Ya son las tres. La madrugada siempre me arropa con su manto. Parece mentira que, siendo mi amiga, se ría burlona de tan aciago insomnio.
Cierro los ojos. Saboreo la menta de mi pasta de dientes.
Tabaco, ronquidos. Eso es todo.

El cambio.

                                                         CAPÍTULO I


Titilaba, a lo lejos, un triste alcornoque. El aire movía sus hojas y chocaba con vigor contra las ventanas de aquel gris hospital.
Siempre me había preguntado, al pasar junto al aparcamiento de cualquier clínica, qué tipo de patología sufrirían los propietarios de los cientos de automóviles que dormían impacientes sobre el asfalto.
Las ventanas lucían. Como gritándole al mundo las historias de sus fugaces ocupantes. Y mientras tanto, al otro lado de la carretera, los coches pasaban impasibles, veloces. Obviando tan evidente llamada.
Yacía sobre una cama gélida mi padre. Sentada junto a él, mi madre. Ambos parecían alejados del mundo que les rodeaba. Habían creado, sin darse cuenta, un universo paralelo. Por desgracia, el suyo estaba cargado de tristeza.
Los ojos de mi padre lloraban sin lágrimas. Miraban al infinito, como si quisieran volar mucho más lejos de lo que su ajado cuerpo podía permitirse. Los médicos aseguraban que era imposible que mi progenitor recordase en unos meses, todo lo que estaba sucediendo. La idea, por supuesto, me horrorizaba. Temblé durante unos segundos al oír a mi madre susurrar tan mala noticia. Lo hice aún más, al comprobar que aquel nuevo hombre, tumbado sobre la cama, conseguía con pasmosa facilidad hacer caso omiso a todo cuanto sucedía en la habitación.
Era la primera noche que iba a visitarle. Oscurecía pronto, demasiado para mi gusto, y las horas en que la luz del sol se negaba a iluminarnos se prolongaban tanto que resultaba angustioso.
La bandeja de la cena reposaba sobre la mesita con ruedas que había justo a la diestra de la cama. Era gris, como todo en aquella prisión curativa. Sonreí con desdén cuando leí, escrito a mano sobre el papel con el menú, el nombre de mi padre. Quise pensar que este detalle era un intento por humanizar más el duro trance. Lo cierto es que estaba segura de que no era sino una manera de distinguir a qué habitación debían llevar aquella montaña de comida insípida.
Por suerte no había compañero. La verdad es que prefería vivir la enfermedad de mi padre de una manera íntima y personal. No quería intrusos que pudieran robarme tan trágico recuerdo.
Les miré. Ella hacía crucigramas. Él miraba sin demasiado interés un programa de la televisión. Me senté de manera sigilosa frente a ellos, en aquel incómodo sofá. Les contemplé durante unos segundos, aceptando la abismal caída. Supe entonces que sería la primera noche de muchas.
Reí, reí todo lo alto que pude, de una forma tal vez forzada. Tratando de irrumpir por un instante en los pensamientos de mis progenitores. -¡NO ESTÁIS SOLOS! gritaban mis carcajadas. Y de alguna manera, ambos supieron comprenderlo.