CAPÍTULO II
A primera hora llegó la enfermera. Le pinchó en la barriga,
dedicándole al tiempo un par de palabras amables. Cuando terminó le hizo
respirar durante unos minutos por una mascarilla. Y se fue.
Él trató de zafarse de tan molesto aparato. Angustiado, perdido. Yo procuré tranquilizarle, aunque no obtuve resultados hasta pasado un largo rato.
Él trató de zafarse de tan molesto aparato. Angustiado, perdido. Yo procuré tranquilizarle, aunque no obtuve resultados hasta pasado un largo rato.
El resto de la mañana pasó sin demasiado que contar. El
tiempo se esfumaba mientras la tarjeta de la televisión se consumía. Noté que
las pastillas empezaron a hacer efecto sobre mi padre cuando le oí roncar. Los
fuertes tranquilizantes que le daban le mantuvieron sedado prácticamente todo
el día.
Se acercaba la hora de comer cuando sus ojos se cruzaron con
los míos. Me preguntó casi en un susurro si no tenía clase. Aquellas palabras
me estremecieron. Recordé con total claridad el fatídico día. Era como viajar
en el tiempo. De nuevo estaba en mi casa, corriendo vivaz de un lado a otro. Mi
padre, sentado en una silla en la cocina, volvía a preguntarme si comería en
casa. Sonriente le dije que sí. Contemplé en su profunda mirada la desolación
del que sabe que algo va mal. Me miró y repitió su pregunta como si
desconociera la respuesta. Quise no darle importancia, pero sabía que la tenía.
Pasado un minuto formuló por tercera vez la disyuntiva.
Le pregunté, aparentando normalidad, si le sucedía algo.
Le pregunté, aparentando normalidad, si le sucedía algo.
-Hija, me quiero morir.-Me dijo mirándome a los ojos.- No sé
para qué estoy viviendo.
La necesidad imperiosa de llorar azotó sin compasión cada
centímetro de mi cuerpo. Aún no podría explicar cómo, pero conseguí
controlarlo. Sustituí el amargo llanto por una sonrisa burlona.
-¡Anda ya!-Le contesté casi riendo.-Estás aquí para hacerme
compañía. ¿Qué haría yo sin ti? ¡Aburrirme!
Me acerqué entonces y le besé con dulzura. Él no tuvo
fuerzas ni para devolverme el gesto.
Salí de la cocina como si el suelo me quemara los pies.
Sentada en una silla, alejada de él, lloré por un instante. El miedo saturó mi
cerebro, lo carcomió como si se tratase de miles de termitas. Mi sangre,
helada, quiso dejar de regar mi cuerpo. Me levanté. No quería dejarle solo. Y nuevamente
a su lado procuré ayudarle en todo, siendo consciente de que algo le había
robado las fuerzas.
Volví a la habitación de hospital en la que estaba
mi padre. Recordé que me había preguntado si podría quedarme con él.
-No tengo clase hoy, me quedo contigo. ¿O prefieres que me
vaya?-Le dije con el mismo tono burlón que había utilizado aquel día en mi
cocina.
-Claro que no, hija. Pero no faltes a la universidad por
mí.-Añadió él.
Noté en su voz que se esforzaba por complacerme. Por
mantener, muy de vez en cuando, alguna conversación conmigo. Se quedaba dormido cada cierto tiempo, y
cuando abría los ojos me sonreía sin demasiado empeño.
Trajeron a la habitación otra bandeja idéntica a la de la
noche anterior. Esta vez la comida era distinta, pero seguía siendo igual de
insípida. Le ayudé a comerse lo poco que quiso. Después, recogí los restos y lo
dejé en la misma mesita con ruedas.
Sumergida de pleno en aquella inmensidad anodina oí de fondo
cómo picaban a la puerta. Entró sin esperar respuesta mi madre. Llegaba del
trabajo y aunque sólo disponía de una hora antes de tener que volver a la
oficina, quería ver cómo evolucionaba su marido. Le acarició mientras él
dormía. Y allí, tratando de hacerme más llevadera la mañana, se pasó casi la
hora entera charlando de cualquier cosa conmigo. Se despidió de nosotros
prometiendo volver por la tarde. Me dejó en el sofá los mismos crucigramas que
ella rellenó la noche anterior y se fue.
Las siguientes horas las pasé pensando en mi madre. En cómo
nuestra vida había cambiado. En su fortaleza. Lo cierto es que estaba
destrozaba. Tenía el mismo miedo que yo, y su situación era mucho más
complicada que la mía.
En casa la vida no era mucho más amena. Pasábamos
algunos ratos juntas, pero por mucho que lo intentásemos no conseguíamos alejar
nuestras mentes del hospital. Vivíamos a medio gas entre ambos lugares.
De nuevo por la noche se repetía la misma historia. Aunque
mi progenitor pertenecía cada vez más al mundo onírico.
Pasaron así diez largos días con sus diez terribles noches.
En todas ellas abundaron la medicación, los tranquilizantes y las bandejas
grises. Y mientras nosotras esperábamos que un día mi padre se levantase
recuperado, él pasaba los días tumbado más lejos de aquel lugar de lo que
muchos imaginábamos.
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