sábado, 18 de enero de 2014

El cambio II.

                                                             CAPÍTULO II

A primera hora llegó la enfermera. Le pinchó en la barriga, dedicándole al tiempo un par de palabras amables. Cuando terminó le hizo respirar durante unos minutos por una mascarilla. Y se fue.
Él trató de zafarse de tan molesto aparato. Angustiado, perdido. Yo procuré tranquilizarle, aunque no obtuve resultados hasta pasado un largo rato.
El resto de la mañana pasó sin demasiado que contar. El tiempo se esfumaba mientras la tarjeta de la televisión se consumía. Noté que las pastillas empezaron a hacer efecto sobre mi padre cuando le oí roncar. Los fuertes tranquilizantes que le daban le mantuvieron sedado prácticamente todo el día.
Se acercaba la hora de comer cuando sus ojos se cruzaron con los míos. Me preguntó casi en un susurro si no tenía clase. Aquellas palabras me estremecieron. Recordé con total claridad el fatídico día. Era como viajar en el tiempo. De nuevo estaba en mi casa, corriendo vivaz de un lado a otro. Mi padre, sentado en una silla en la cocina, volvía a preguntarme si comería en casa. Sonriente le dije que sí. Contemplé en su profunda mirada la desolación del que sabe que algo va mal. Me miró y repitió su pregunta como si desconociera la respuesta. Quise no darle importancia, pero sabía que la tenía. Pasado un minuto formuló por tercera vez la disyuntiva.
Le pregunté, aparentando normalidad, si le sucedía algo.
-Hija, me quiero morir.-Me dijo mirándome a los ojos.- No sé para qué estoy viviendo.
La necesidad imperiosa de llorar azotó sin compasión cada centímetro de mi cuerpo. Aún no podría explicar cómo, pero conseguí controlarlo. Sustituí el amargo llanto por una sonrisa burlona.
-¡Anda ya!-Le contesté casi riendo.-Estás aquí para hacerme compañía. ¿Qué haría yo sin ti? ¡Aburrirme!
Me acerqué entonces y le besé con dulzura. Él no tuvo fuerzas ni para devolverme el gesto.
Salí de la cocina como si el suelo me quemara los pies. Sentada en una silla, alejada de él, lloré por un instante. El miedo saturó mi cerebro, lo carcomió como si se tratase de miles de termitas. Mi sangre, helada, quiso dejar de regar mi cuerpo. Me levanté. No quería dejarle solo. Y nuevamente a su lado procuré ayudarle en todo, siendo consciente de que algo le había robado las fuerzas.
Volví  a la habitación de hospital en la que estaba mi padre. Recordé que me había preguntado si podría quedarme con él.
-No tengo clase hoy, me quedo contigo. ¿O prefieres que me vaya?-Le dije con el mismo tono burlón que había utilizado aquel día en mi cocina.
-Claro que no, hija. Pero no faltes a la universidad por mí.-Añadió él.
Noté en su voz que se esforzaba por complacerme. Por mantener, muy de vez en cuando, alguna conversación conmigo.  Se quedaba dormido cada cierto tiempo, y cuando abría los ojos me sonreía sin demasiado empeño.
Trajeron a la habitación otra bandeja idéntica a la de la noche anterior. Esta vez la comida era distinta, pero seguía siendo igual de insípida. Le ayudé a comerse lo poco que quiso. Después, recogí los restos y lo dejé en la misma mesita con ruedas.
Sumergida de pleno en aquella inmensidad anodina oí de fondo cómo picaban a la puerta. Entró sin esperar respuesta mi madre. Llegaba del trabajo y aunque sólo disponía de una hora antes de tener que volver a la oficina, quería ver cómo evolucionaba su marido. Le acarició mientras él dormía. Y allí, tratando de hacerme más llevadera la mañana, se pasó casi la hora entera charlando de cualquier cosa conmigo. Se despidió de nosotros prometiendo volver por la tarde. Me dejó en el sofá los mismos crucigramas que ella rellenó la noche anterior y se fue.
Las siguientes horas las pasé pensando en mi madre. En cómo nuestra vida había cambiado. En su fortaleza. Lo cierto es que estaba destrozaba. Tenía el mismo miedo que yo, y su situación era mucho más complicada que la mía.
En casa la vida no era mucho más amena. Pasábamos algunos ratos juntas, pero por mucho que lo intentásemos no conseguíamos alejar nuestras mentes del hospital. Vivíamos a medio gas entre ambos lugares.
De nuevo por la noche se repetía la misma historia. Aunque mi progenitor pertenecía cada vez más al mundo onírico.
Pasaron así diez largos días con sus diez terribles noches. En todas ellas abundaron la medicación, los tranquilizantes y las bandejas grises. Y mientras nosotras esperábamos que un día mi padre se levantase recuperado, él pasaba los días tumbado más lejos de aquel lugar de lo que muchos imaginábamos. 

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