CAPÍTULO I
Titilaba, a lo lejos, un triste alcornoque. El aire movía
sus hojas y chocaba con vigor contra las ventanas de aquel gris hospital.
Siempre me había preguntado, al pasar junto al aparcamiento
de cualquier clínica, qué tipo de patología sufrirían los propietarios de los
cientos de automóviles que dormían impacientes sobre el asfalto.
Las ventanas lucían. Como gritándole al mundo las historias
de sus fugaces ocupantes. Y mientras tanto, al otro lado de la carretera, los
coches pasaban impasibles, veloces. Obviando tan evidente llamada.
Yacía sobre una cama gélida mi padre. Sentada junto a él, mi
madre. Ambos parecían alejados del mundo que les rodeaba. Habían creado, sin
darse cuenta, un universo paralelo. Por desgracia, el suyo estaba cargado de
tristeza.
Los ojos de mi padre lloraban sin lágrimas. Miraban al
infinito, como si quisieran volar mucho más lejos de lo que su ajado cuerpo podía
permitirse. Los médicos aseguraban que era imposible que mi progenitor
recordase en unos meses, todo lo que estaba sucediendo. La idea, por supuesto,
me horrorizaba. Temblé durante unos segundos al oír a mi madre susurrar tan
mala noticia. Lo hice aún más, al comprobar que aquel nuevo hombre, tumbado
sobre la cama, conseguía con pasmosa facilidad hacer caso omiso a todo cuanto
sucedía en la habitación.
Era la primera noche que iba a visitarle. Oscurecía pronto,
demasiado para mi gusto, y las horas en que la luz del sol se negaba a
iluminarnos se prolongaban tanto que resultaba angustioso.
La bandeja de la cena reposaba sobre la mesita con ruedas que había justo a la diestra de la cama. Era gris, como todo en aquella prisión curativa. Sonreí con desdén cuando leí, escrito a mano sobre el papel con el menú, el nombre de mi padre. Quise pensar que este detalle era un intento por humanizar más el duro trance. Lo cierto es que estaba segura de que no era sino una manera de distinguir a qué habitación debían llevar aquella montaña de comida insípida.
La bandeja de la cena reposaba sobre la mesita con ruedas que había justo a la diestra de la cama. Era gris, como todo en aquella prisión curativa. Sonreí con desdén cuando leí, escrito a mano sobre el papel con el menú, el nombre de mi padre. Quise pensar que este detalle era un intento por humanizar más el duro trance. Lo cierto es que estaba segura de que no era sino una manera de distinguir a qué habitación debían llevar aquella montaña de comida insípida.
Por suerte no había compañero. La verdad es que prefería
vivir la enfermedad de mi padre de una manera íntima y personal. No quería
intrusos que pudieran robarme tan trágico recuerdo.
Les miré. Ella hacía crucigramas. Él miraba sin demasiado
interés un programa de la televisión. Me senté de manera sigilosa frente a
ellos, en aquel incómodo sofá. Les contemplé durante unos segundos, aceptando
la abismal caída. Supe entonces que sería la primera noche de muchas.
Reí, reí todo lo alto que pude, de una forma tal vez
forzada. Tratando de irrumpir por un instante en los pensamientos de mis
progenitores. -¡NO ESTÁIS SOLOS! gritaban mis carcajadas. Y de alguna manera,
ambos supieron comprenderlo.
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