miércoles, 20 de febrero de 2013

La búsqueda.

Ocurre, en ocasiones, que el dolor se instala en nuestro corazón. Forma, entonces, parte íntegra del propio yo, y enturbiando las titilantes imágenes del ayer, clava gélidos puñales en lugares estratégicos.
Sucede, al sucumbir al amargo llanto, que nada nos conmueve, el mundo se cubre de gris y, apagándose al fin, el brillo fulgoroso del Astro Rey, todo es efímero, todo perece ante nosotros.
Enjugando lágrimas de óxido, expulsan fuego nuestros dos fieros dragones; tan capaces de herir al extraño, como de hacer arder su muerto corazón.

Entonces, cuando ya parece la vida terminada…. aparecen dos ojos amigos, que, secando tu dolor, hacen de tus días algo mejor.
Aunque…. ha de ser uno altamente selectivo al cruzar su mirada con los demás. Pues, debemos considerar que hay, esparcidos por el mundo, millones de corazones grises, opacos, casi mortecinos. Y ellos nunca podrán devolvernos el antiguo brillo, ya que han sido incapaces de encontrarlo en su recorrido.
En ocasiones se tardan años en encontrar al par de ojos adecuado. La mayoría de las veces, cegados por la ira y el dolor, tenemos siempre delante a nuestro “salvador”, y somos incapaces de reconocerlo. Estas personas únicas, cubiertas por un manto de incógnita, podrían ser para los demás, entes insignificantes… y ser capaces de encender el alma de una zona persona en el Planeta Tierra.

Todos, en lo más profundo de nuestro corazón, buscamos a este “QUIÉN” a lo largo de nuestra vida. Los días son lánguidos e insoportables durante la búsqueda. Algunos no saben lo que quieren encontrar, y caminan sin rumbo allá donde les llevan sus
pies.
Hay momentos en que creemos haberlo hallado. Y la decepción es abismal al comprender, finalmente, que el camino no ha hecho más que comenzar. Entonces, cubiertos por el temor a no encontrar jamás nuestro destino, comenzamos a proyectar nuestras expectativas en el primero que nos tiende la mano. Sucede que, creyendo nuestra felicidad cierta, dejamos que el tiempo se escape entre los dedos. Pero, por fortuna, tarde o temprano, perdemos la venda que nos ha impedido ver la realidad. Y al entender la situación, continuamos caminando en busca del verdadero motivo de nuestros pasos.




Lejano queda aquel angosto dolor. Alcanzamos poco a poco, una felicidad pausada. Y, una mañana… al mirarnos en el espejo, encontramos reflejadas las respuestas que tanto perseguimos. Allí estuvieron todo el tiempo los dos ojos perfectos: los tuyos. Al fin ríes con una sonora y franca carcajada.

Dedicas desde entonces toda tu vida a comprenderte. A crecer como persona. Y te reprochas en las noches más oscuras haber necesitado aquel rotundo dolor para emprender tu viaje. Creyendo que tal vez, podrías haberte ahorrado aquellas amargas lágrimas. Asumes, a la mañana siguiente, que las mejores cosas de la vida se aprenden caminando, y que las heridas causadas en tan largo viaje, no son más que marcas que siempre te recordarán quien eres. Ya no lamentas nada, de nada te arrepientes.

Ocurre, sin lugar a dudas, que el dolor vuelve a instalarse en nuestro corazón. Pero, en esta ocasión, se trata de una visita fugaz. Es un dolor distinto… ya no hay gélidos puñales en tu alma. Has aprendido a equilibrar la balanza entre la felicidad y el llanto.




Sucede que ya nunca olvidas tus dos dragones fulgurosos brillando frente al espejo. Curando con sus lenguas de fuego todas las heridas de tu corazón.