lunes, 17 de diciembre de 2012

Concierto.




El lamento del contrabajo flotaba lento y grave por toda la sala. Podría decirse que era el instrumento al que nadie prestaba nunca atención, en cambio sus largas notas se prolongaban en el espacio y en el tiempo posándose suavemente en los oídos del público expectante.
Una pareja de violines tensaba sus cuerdas enamorada. Como si de dos tórtolos se tratara, jugaban a contemplarse, a hablarse, a reír. Se susurraban palabras en clave que sólo ellos comprendían. Su cántico melodioso, su afinidad, constituían una esfera aparte, un mundo paralelo en el que los violines pueden desnudarse nota a nota, mirarse ruborizados y hacer, por primera vez, el amor.
El violoncelo, de estatura media y voz dulce y grave a la par, disfrutaba la estampa un tanto apenado dejando entrever en la melodía alguna que otra triste nota solitaria. Sus cuerdas se movían tan rápido como si el viento las agitase una a una en la más gélida de las mañanas de diciembre. Pero él, armado de valor, retomaba su tono grave y profundo, calando hondo en los huesos de todo el que lo escuchaba.
El laúd, instrumento olvidado, daba un toque íntimo y distinguido a la función. Su apariencia lánguida y antigua cautivaba a la peculiar pareja de violines, al olvidado contrabajo y al solitario violoncelo. Parecía como si, por un momento, cada instrumento se olvidase de las notas que emitía y se concentrase sólo en el ir y venir de la melodía tocada por el laúd. Era romántico, nostálgico, incluso épico.

Aquel hombre de la primera fila contemplaba perplejo el espectáculo. La música cobraba vida.Nunca volvería a escuchar la sinfonía como antes. Ahora tenía nombres y apellidos. Como él le sucedió a las más de doscientas personas que, de vez en cuando, cerraban los ojos para dejar de oír la música y poder sentirla durante un rato. Las notas no hablaban de amor o desamor, de alegría o tristeza. Contaban lo que cada cual quisiera escuchar. Tomaban distintas formas dependiendo de los oídos en los que se posasen.

Yo, anonadado y confuso, dejé que mi pesado cuerpo flotara ligero sobre el teatro. Vi las cabezas de los espectadores, algunos movían un pie al ritmo de la música. Otros flotaban conmigo. Jugué a separar sonidos; a veces me fijaba sólo en la gravedad del violoncelo, otras en cambio, prefería deleitarme con el frenético cortejo de los violines.
Recordé a aquel violinista al que, días antes, había escuchado detenidamente tocar por la calles de Madrid. Le imaginé deslizando con agilidad sus dedos por las cuerdas del violín, subido a ese escenario tan solemne. Sonreí. Era el momento de volver al espectáculo y así lo hice. Pude ver de nuevo el azoramiento del violoncelo en su constante lucha por sonar alegre, sentí la lánguida pena del contrabajo, y pude ruborizarme al contemplar la clara fusión de los dos violines que, sin tocarse un ápice, ya eran uno.

Y deseé no marcharme de aquel lugar tan mágico que me había dejado escuchar el suave diálogo entre dos violines que, mirándose a los ojos, se dicen por primera vez: TE AMO.