lunes, 5 de noviembre de 2012

Olivier.



-No es la muerte lo peor. Yo no le temo a la Parca. No me sobrecoge poder oír con total claridad las súplicas del que se encuentra frente a frente con su trágico final. En cambio con cada cuerpo descomponiéndose al contacto con el aire, brota fuerte y hermoso otro amanecer. Sí, sin duda eso me alarma más que el propio fin; Saber a ciencia cierta que el mundo jamás se detiene. Que la vida, siendo un simple soplo de aire fresco, vicia y quema al mismo tiempo a quien, pudiendo contemplarla de cerca, debe decir adiós.-Dijo una voz suave y dulce, impasiva y venenosa al mismo tiempo.

Nadie supo qué contestar a tan rotunda afirmación.

El cadáver aún parecía palpitar en medio de la sala. Sangre esparcida por el suelo contrastando con la suma palidez del cuerpo. Había muerto con un marcado gesto; las manos abiertas como tratando de defenderse, boca y ojos casi saliéndose del propio rostro.

Durante un instante pareció que el inmóvil cuerpo quiso ponerse en pie y suplicar clemencia. Como si las palabras que aún resonaban en los cerebros de los presentes, hubieran mellado en su muerto corazón.

Se oyeron justo entonces las campanas de la catedral doblando en duelo. Nadie podía creerse semejante desgracia: Un hombre tan joven, querido por todos... yacía en esos momentos en el gélido suelo de su salón.

Horas más tardes trasladaron por última vez el cuerpo. Lo habían amortajado sin demasiada delicadez. Entre sus manos dos rosas rojas. Los ojos y la boca... al fin cerrados. Para que nadie se preguntase jamás cuales habrían sido las últimas palabras del bueno de Olivier. Frente a la tumba abierta para acoger las palabras de despedida de los vecinos, todo el pueblo de luto, todos llorando.
Y aunque el joven tuvo tan magna despedida, no tardó el pueblo en olvidarle ni diez días. En París se oían de nuevo las dicharacheras voces que habían colmado hasta entonces de felicidad sus calles.

-¡Espinacas, acelgas, zanahorias y tomates! ¡Los más baratos, oigan! ¡Frescos, de primera calidad!-Gritaba la dueña de un puesto en la plaza.

-¡Flores, las más hermosas! ¡Rosas, claveles, magnolias, peonías!-Añadía la siguiente tratando de alzar más la voz.

Notre Damme, altanera y despiadada, aún se erguía sobre el suelo de la capital francesa.

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