lunes, 7 de diciembre de 2009

Una sonrisa y un apretón de manos.


Era viernes, el circular llegaba como siempre a las 14:35. Allí, en aquella parada roja estaba él. No podía dejar de mirarle. Cuando el autobús hizo su parada le dejé subir primero, se acomodó y al verme pasar dijo sin tapujos:
-¡HOLA NENA!
Sonriente me ofreció su mano, buscando desesperadamente un momento de distracción en su claustrofóbica vida. Sus ojos negros estaban encarcelados, intentaban gritarle al mundo cada sentimiento, y los demás catalogaban su sinceridad como locura. Me fijé bien, la comisura de sus labios estaba manchada de blanco, deduje que por alguna medicación que le habían dado. Su madre estaba sentada junto a él. Parecía tener la mirada perdida sin importarle demasiado lo que pudiera ocurrir a su alrededor. Comprendí que su alma estaba cansada de batallar. Tenía las manos llenas de arañazos, seguramente de controlar los arrebatos de su hijo, y no pude evitar llorar al volver a mirarle a los ojos. Estaba tan lleno de felicidad... como si pudiera vivir ajeno a lo que le sucedía.
Me senté en uno de esos fríos e impersonales asientos, roto y viejo, como el corazón de aquella madre. Pero a diferencia de los otros días hice todo el viaje pensando en ese muchacho. Los demás escuchaban música, hablaban, reían, compartían cosas... ¡VIVÍAN! Y como de costumbre, olvidaban a esas personas que mueren lentamente cada instante de su existencia. Al llegar a la primera parada un hombre mayor subió al autobús. Mientras apoyaba su garrota y caminaba despacio através del pasillo entre los asientos, todos pudimos oir cómo nuevamente decía aquel chico con su sonrisa sincera y los ojos llenos de luz:
-¡HOLA SEÑOR!
Otra vez extendió su mano, y al contemplar la mirada del hombre, que parecía mofarse de él... no solo no apartó la mano, sino que repitió esta vez más alto:
-¡HOLA SEÑOR!
Había inocencia en su voz, pero sobre todo esperanza. Pude ver en él eso de lo que carecemos con frecuencia. Estaba marcado de por vida, nunca más lograría ser un pasajero cualquiera, y en cambio era feliz. Su enfermedad había limitado su cuerpo, pero parecía tan obvio que nunca nada lograría reprimir su alma, su valor, sus ganas de volar alto... Me estremecí. Él no añoraba nada material, únicamente pedía una sonrisa y un apretón de manos, sólo eso y tenía la felicidad más absoluta. Mientras tanto nosotros que estamos tan cuerdos, que no tenemos límites ni barreras. Que podemos controlar todo lo que tocamos... Nosotros pasamos la vida caminando en busca de ese sentimiento. FELICIDAD. Y pocos logran alcanzarlo. Complicamos tanto las cosas que pierden toda su esencia, pasamos años encadenando locuras y reprimiendo verdades, sin darnos cuenta de que es nuestra cordura la que nos impide sentirnos plenos.
Iba haciendo esta reflexión hasta que el traqueteo del circular me devolvió al mundo.
Sentí la mirada de aquel jóven en mi nuca, y antes de que me diera tiempo a girarme preguntó:
-Nena, ¿vas a clase?
Le contesté que venía de estudiar, pero que ya iba a mi casa a comer. Entonces me di cuenta de que esa era mi parada. Pulsé el botoncito rojo y me levanté.
-Adiós nena.
Extendió su mano a mi paso, sonriente como siempre. Se la agarré y le dije:
-¡Adiós!
Bajé del ruidoso matojo de hierro con la cabeza en aquellos ojos y el alma volando lejos.
Desde entonces, todos los viernes espera en la misma parada, y repite sonriente una y otra vez las mismas palabras. Pero yo sólo puedo pensar en que su felicidad se basa en una sonrisa y un apretón de manos.

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