sábado, 3 de diciembre de 2011

Escarcha en las hojas cobrizas.


Las hojas que acolchaban el suelo coloreaban la estampa de tonos cobrizos. Los árboles, casi desnudos, contemplaban el paso del tiempo, el ir y venir de los estudiantes. Y mientras tanto, la escarcha aún cubría con su blanco manto el follaje al que no le había dado el sol.
Peculiar imagen, casi de postal, la fusión perfecta de dos estaciones: Otoño e invierno. Las doradas hojas, recostadas sobre el suelo, querían dormir para siempre, dejando paso a las nuevas que no tardarían más que unos meses en brotar donde antaño estuvieron ellas. El gélido soplo del invierno, queriendo abrirse paso a empujones, tocaba sutilmente el lecho que formaban en el camino. Recordándonos así, que no tardaría demasiado en integrarse en nuestros días.
Y, cuando eso suceda, ya no sonará el crujido de las hojas partiéndose bajo los pies de la gente. Ese ruido se trocará en el chapoteo ágil en un charco, incluso el fuerte pisar de los muchachos sobre la nieve.
Cíclico como la vida misma. De nuevo otoño. Otra vez invierno. Tardes lluviosas mirando tras la ventana, jugando a las carreras con las gotas que empañan el cristal. El premio: un pequeño riachuelo improvisado en el reborde del ventanal. Paraguas abiertos esperando secarse. Pantalones calados. Botas de agua. La ropa de invierno, apolillada en el armario, vuelve a estirarse. Y al final de todo, será una vez más verano. Dejando paso a las flores, que poco después morirán. A continuación las hojas cubriendo el suelo de nuevo. Y otra vez la escarcha se posará sutilmente sobre el follaje. Volviendo a contemplar, la tan esperada imagen.

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