jueves, 16 de septiembre de 2010

Vainilla y óxido.


Su problema era insufrible. Perdía cada vez que lo intentaba, pero igualmente no dejaba de probar. Hasta aquella noche cuando todo cambió , parecía distinto, tal vez su suerte realmente se trocado en algo mucho mejor, o quizás eran sus ojos de un verde pardo y muy intenso los que hacían de esa situación algo mágico y diferente. Se sintió renovado durante unos instantes, tomó con ganas el fresco aire de las oscuras calles de Madrid, y se dispuso muy seguro de sí mismo a recorrer el camino necesario hasta ella. Era una chica inteligente, alta, guapa y con un cuerpo espléndido. No superaba los 18 y cada vez que se acercaba a decirle algo el perfecto e indiscutible blanco de su sonrisa hacía que perdiera la razón. Solía sentirse idiota, las palabras se hacían una bola inmensa en su boca, y cuando intentaba ordenarlas, como en una protesta contra su amo, salían todas aceleradamente de golpe. Pero tenía la esperanza de que aquella vez todo fuera distinto. La luna estaba llena, y era sábado, por lo que ella estaría en ese pub de la esquina con sus amigas. Esperó pacientemente una, dos, incluso tres horas en esa puerta de la que no salía nadie. Hasta que finalmente su inconfundible cabello de color miel apareció de entre el segurata de la entrada y un grupo de chicas a las que no conocía. Lo único que se oía en toda la calle eran los tacones de aquellas jóvenes y por supuesto sus carcajadas chillonas y escandalosas. No lo pensó demasiado, caminaba a una distancia prudente y no dejaba de mirarla. Era consciente de que ese sentimiento era más que un capricho inocente, había pasado del deseo a la obsesión. Y en cuanto se quedó sola se acercó sigiloso hasta ella, la agarró de la cintura y le dijo:
- Nena, tómate algo conmigo.
Su voz sonaba áspera, y sus pupilas estaban notablemente dilatadas, como si el alcohol y la raya que se había esnifado hablara más que él que su propio cuerpo.
-Lo siento, tengo prisa.- Dijo ella. Y acelerando el paso intentó alejarse de él.
- ¡Eh! ¡¿Quién te has creido que eres para rechazarme, niñata?!.- Estaba demasiado excitado, la ira recorría su cuerpo impidiendo cualquier tipo de razonamiento por su parte. Y al ver el desprecio en la cara de la joven no dudó en sacar del bolsillo las llaves de su casa. Cogió la primera puntiaguda que encontró, y sin darse siquiera un segundo para pensar en lo que estaba haciendo se la clavó en el cuello.
Sólo se pudo oir un leve gemido, y acto seguido un golpe intenso en el suelo. Allí estaba, tendida frente a él. Ciertamente era tan hermosa como siempre había pensado. Pelo largo y rizado, piel de porcelana y ojos negros. Su cuerpo atlético aún estaba tapado por una pequeña falda y una blusa blanca por la cual se apreciaba el tono pastel de su sujetador. La sangre, de un rojo intenso, corría por su cuello, y pudo notar que cada vez estaba más blanquecina. Se agachó y olió su cuerpo lentamente, disfrutando de aquel último momento junto a ella. Vainilla revuelta con el olor a óxido de la sangre. Resultaba excitante esa estampa. Se manchó las manos al intentar levantarle la cabeza, y al darse cuenta de lo que había hecho se fue gritando: -¡No soy un asesino!
Y ciertamente, no lo era, el alcohol y la cocaina actuaron por él. Pero aquel recuerdo latiría por siempre en lo más profundo de su corazón. Fundiéndose con ese olor intenso a vainilla y óxido. El olor de la muerte prematura.

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